jueves, 22 de noviembre de 2012

Los niños de Simién



Estaban por todos lados, solos o en bandadas harapientas, atentos al maná del turista, intentando recoger un poco del polvo dorado que desprendemos los occidentales. Niños campesinos, trovadores, vendedores de artesanía, pastores buscando una moneda, un lápiz, cualquier cosa, pero ese pragmatismo adulto que la vida les ha impuesto aún es un fino barniz que se vuela con una sonrisa.

Quizás los niños africanos son así de cercanos o quizás sus mayores no tienen tiempo para ellos, agobiados por una vida precaria. Yo sí tenía tiempo y ganas de ser como ellos. En cada encuentro jugamos y reímos sin hablar, ellos se sorprendían con todo y yo me sorprendía de ellos, todo lo que les ofrecía les gustaba, ya fuera un mapa viejo o una bolsa de papel. Quizás tan sólo querían atención por un momento o simplemente salir de la monotonía lunar de ese páramo verdiazulado.

Una tarde desde el refugio subí mi primer 3.900 para ver el atardecer. Un grupo de pastorcillos nos esperaba en el peñasco, todos polvorientos, ajados y felices por tener visita. Nos enseñaron a usar sus látigos y hondas, hurgaron en nuestros bolsillos y entre risas les zarandeamos a todos menos a una niña que permanecía ajena, acurrucada en una roca. La nostalgia es extraña en los niños, cuando aún apenas tienen pasado.

Me acerqué a ella, era un ovillo inmóvil de telas rotas y tristeza. Me atreví a tomar un momento sus manos para calentarlas, ella ni sonrió, hizo una mueca de agradecimiento, entendí esa nostalgia de un futuro que no tendrá. Fue el momento más duro e impotente de mi viaje y quizás de todo este año triste. Aún siento el frío de aquellas manitas.

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