lunes, 21 de noviembre de 2011

Delhi


Llegué a Delhi en tren, un extraño placer que sólo el que conoce los autobuses y carreteras indias puede llamarlo así. Las capitales esperan entre el caos al recién llegado con dientes afilados y con la promesa de placeres saturados, basta apretar el paso y sonreír.

El Museo Nacional es una enorme matriz circular por donde correr como un ratoncito buscando el azucarillo de la belleza a salvo de taxistas sin escrúpulos o vendedores compulsivos. Cautivadoras pinturas miniatura con las que mantener idilios de un minuto, esculturas de diosas poderosas de piernas abiertas y manos guerreras, Budhas de todos los estilos entornando los ojos a los visitantes. Un agujero del tiempo que te atrapa durante horas.
Por la noche al llegar al hotel me esperaban varias bodas indias, un atronador derroche de música y dinero, una experiencia tan saturada como incomprensible. Lo primero que se ve es al novio, cubierto de guirnaldas de billetes y de flores sobre un caballo o en carroza iluminada como un ovni, y detrás le sigue una banda de musicos con uniformes extraterrestres. A esta visión surrealista le precede el desfile de familiares, hombres trajeados bailando dionisíacamente y luego las mujeres, estáticas y agrupadas formadon una irisada nube de saris brillantes y coloridos como una enorme ala de mariposa. En el frenesí del baile los hombres lanzan billetes al aire y a veces hacen gestos explícitamente sexuales. Si la boda es punjabí, los grupos de tambores se enfrentarán en duelos de velocidad y estruendo, haciendo sudar el alcohol a los hombres que bailan y saltan.

Observé todo esto junto a un sadhu de camino al banquete, preguntándome qué hacía este santón barbudo siguiendo una fiesta tan mundana. Cuando llegamos al restaurante de la boda, todos los invitados fueron pasando sonrientes. El sadhu también entró y se sirvió comida con desenvoltura junto a otros pobres del barrio que se movían discretamente entre el chillerío de niños, invitados y vecinos. Yo, novato, ya venía cenado.

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