domingo, 22 de enero de 2012

Pic Bastiments en raquetas

El esquí alpino me dejaba siempre insatisfecho sin saber muy bien por qué. Ahora percibo sus incoherencias ante el poder de esos picos. Este tipo de esquí es para mí demasiado rápido y sin esfuerzo, apenas da tiempo para empezar un coqueteo sincero y duradero, no hay tiempo para formar una relación íntima con el entorno ni transitar detenidamente por sus recovecos, no puedo sentirme digno de la montaña, todo es veloz y repetitivo.

El esquí alpino utiliza puro artificio, sus infraestructuras son maquillajes excesivos en un espacio grandioso, se llena de complementos fetichistas al servicio de un placer divertido, un capricho intenso, de consumo rápido pero vacío. Las estaciones de esquí deforman la montaña hasta enmascarar su esencia y urbanizarla en calles, aparcamientos, restaurantes, hilo musical, maquinaria, pases de modelos y exclusividad, creando un ente confuso. El esquí también proporciona una experiencia distorsionada de la montaña, simplificándola con un utilitarismo lúdico. La montaña se vuelve uno de esos no-lugares de Marc Augé.

En esta clásica ruta al Bastiments he descubierto una nueva forma de disfrutar la montaña en invierno, intensamente y sin atajos e intensamente. Las raquetas de nieve afectaron a mi pensamiento en cuanto me las puse, me contagió un espíritu de esquimal, de pingüino, íbice, incluso duende. A cada paso empecé a distinguir tonos de blancos, las texturas de la nieve y sus crujidos, a aprender nuevas gramáticas y lógicas. Esos sencillos artefactos me permitían transitar en el mundo casi submarino de los espacios invernales de tonalidades azules y formas onduladas, pude andar por superficies llenas de destellos y sentir el camino azucarado, las distancias blancas, los cambios de perspectiva en los valles, la engañosa dulzura de las lomas, la densidad de las distancias en esa blancura afilada. Y relacionarme con la montaña de tú a tú con respeto, sabiendo que te estás ganando estar a su altura.

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