lunes, 16 de enero de 2012

La otra Gran Canaria


Luis hacía autoestop a la salida de Agaete, había estado allí de fiesta la noche anterior y volvía a su pueblo, La Aldea. En cuanto montó el coche se llenó pronto de su conversación y su olor, ambas recias y expansivas. Con pinta de pirata honrado, se sintió cómodo en cuanto vio mi sonrisa, las piñas de pino, los esquejes de verode y las Tirmas por el coche.

Su piel habla de su pasado de pastor y labrador desde la infancia, y de su afición a la caza y pesca. Arraigado a su tierra, Luis nos fue contando los secretos de cada barranco que atravesábamos, y cómo dejó a su novia porque no quiso venir con él a La Aldea. Vive una vida sencilla, desconfía de empresarios y políticos y sueña con ver por fin el nuevo túnel de la carretera que les unirá con el resto del mundo. Tan sólo reniega de las “mallas que trajeron de la península”, el mar de invernaderos que rodean su pueblo. 

Al llegar a ese valle perdido entre barrancos y el mar entendimos su pena, su agobio: una población sitiada por telas plateadas, ahogando sus raíces. Allí le dejamos, en un pueblo dividido entre la tradición y la modernidad, necesitando ambas.

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