viernes, 6 de enero de 2012

Diana Damrau

A veces me dicen que no es cierto lo que siento, que me engaño, me lo dicen con tanta seguridad que me hacen dudar, me dejan perplejo en un mundo irreal de energías que sólo percibo yo. Esta noche no, no hubo duda.

Siento que los reyes existen, y me refiero a los de verdad, a los Reyes Magos. Cada 5 de enero lo confirmo en la calle, desde lejos, simulando que tan sólo soy un viandante de paso. Y cada día siguiente quizás no haya regalos, ellos saben que apenas los necesito, pero siempre hay caramelos en los zapatos. Y eso es suficiente.

Si, a veces sí es cierto lo que siento, esta noche tuve otra prueba. Fui al Liceu casi por inercia, por matar una curiosidad incansable. No esperaba gran cosa, música en directo e ideología para analizar. De repente la voz de una rubia alegre y rolliza me hurgaba dentro y me abría una puerta desconocida, una voz llena de vida poderosa y delicada, cargada de matices que resplandecían inexplicablemente, untuosa a veces, otras afilada, alzando en el aire del teatro un alambique que destilaba pura magia.

No entendí qué ocurría y por qué yo no paraba de llorar. Al final de ese primer aria, el silencio sobrecogido de dos mil personas estalló en aplausos y admiración. Yo no pude hacerlo, su hechizo me dejó paralizado en mi asiento, abrió mi pecho y sacó a volar lo inexplicable. No, no eran ilusiones mías.

Fue mi misterioso regalo de reyes.

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