domingo, 23 de septiembre de 2012

La Habana


Nadie permanece impasible ante ella. La Habana condensa el enigma cubano, su fulgor y decadencia, la tensión histórica y el peso del presente. Si no fuera por la contaminación, los precios y el agobio de la jinetería el viajero probablemente no saldría de aquí.


Toda la ciudad es un monumento que se desmiga en edificios irregulares. Mis favoritos son los que no disimulan sus arrugas. El castillo de naipes de la Habana Vieja y Centro esconden una colmena de escaleras, patios y dobles techos en el que vive una población atrapada, y la calle acaba siendo el salón del barrio, sobre todo a la hora de la fresca. El Vedado es una continua sorpresa, conviven edificios sublimes, ruinas enmohecidas y mansiones tomadas por la vegetación y ropa tendida.

No visitamos los lugares míticos de la revolución, sino la herencia colonial. La catedral, lechosa y marina es tan coqueta de día como de noche cuando en su plaza los músicos ronronean para los turistas. El museo de Bellas Artes fue una perla inesperada, la parte moderna muestra la sorprendente producción contemporánea, y su colección antigua refleja el poder y contradicción de la burguesía criolla del siglo XIX, desligándose de la metrópoli pero aún arraigada a ella. La anacrónica, casi surrealista presencia de estas antigüedades europeas aquí no niegan Cuba, sino que reafirma aún más el carácter cubano.


Un placer extra en los museos cubanos son las vigilantes, numerosísimas y casi siempre mujeres, una en cada sala, ociosas o curiosas, limándose las uñas, mirando el móvil o cuidando de sus hijos, siempre dispuestas a conversar. Entre cuadro y cuadro me dedicaba a observarlas ensimismadas, a estudiar sus estrategias con los visitantes, a fotografiar a sus espaldas o a charlar con ellas.

El mayor corte de luz de los últimos 50 años nos pilló en La Habana, y si al principio pareció amenazante, acabó siendo una ocasión única para pasear por las calles a oscuras manchadas de sombras fantasmagóricas, ver los hogares a la luz de las velas y todos sus ciudadanos en la calle, divertidos y expectantes.

No vivimos la mítica noche de La Habana, quizás por ser tan vanidosa. Nos bastó con disfrutar de la buena comida y pasear por sus calles o por el desvencijado malecón. Los nuevos locales nocturnos crecen a la sombra del peso convertible y del culto a lo material con el modelo norteamericano como referencia. Siempre en las grandes ciudades la desigualdad es menos pudorosa y se pavonea impune.


La doble economía había marcado con tinta invisible todo nuestro viaje, y en los últimos días aprendimos distinguir la savia de ambas venas: el lujo del peso convertible y la común supervivencia asegurada del peso cubano. El primero proporciona lo inalcanzable, representa el exterior, la calidad, el confort. El otro es la dignidad infravalorada de la supervivencia, el humilde hilo que apenas mantiene el día a día. 

Esta doble realidad es el reflejo de la esquizofrenia económica y social de Cuba, el quiero y no puedo, la tensión entre teoría y realidad. Nadie supuso que la revolución llegaría tan lejos y nadie sabe qué ocurrirá en el futuro. Pero les deseo lo mejor.

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