domingo, 13 de mayo de 2012

Miguel Poveda en Cornellá



Me daba miedo volver a oírle, hacía años que le vi y mis expectativas ahora habían crecido. Todo temor se esfumó en la primera canción, se arrancó elegante y decidido con unas alegrías que por su fuerza y entrega parecían de fin de fiesta, y todo el auditorio, nada más empezar y recién peinado, acabó patas arriba. De esta alta cota empezamos a subir, fue una travesía de alta montaña flamenca, recogiendo las raras flores de las nieves y el aire casi doloroso de tan puro que soplaba. 

Poveda hizo germinar nuestras vísceras a golpe de sensibilidad, buen hacer, nostalgia, cariño y valentía. En la primera parte se sometió a un jondo sabio, equilibrando fuerza con sutileza, echándonos descaros encriptados que nos dejaron perplejos y bendiciendo su voz. En la segunda voló libre y nos sorprendió con su baile y sus versiones de Morente y Camarón, pero sobre todo me arrinconó con las coplas de nuestras madres y abuelas, esas tonás que mezclan locura y cordura, que liberan emociones no permitidas ya, esas que muestran contradicciones y que llegué a rechazar ciegamente, torpemente. Uno puede querer ser feliz, pero no a costa de ir contra su propia sangre. 


Miguel es ya todo un hombre con empaque, sabe lo que vale y hasta dónde puede llegar, pero aún me parece un adolescente obediente y algo pillo, un apuesto espadachín que florete en mano desata limpiamente las almas que le oyen. Cercano y exquisito en el trato (llamaba a cada técnico por su nombre), se le notaba a gusto, arropado por su familia y amigos. Fue generoso, agradecido con su pasado catalán y se le vió disfrutar, estirando el concierto hasta medianoche. Un lujo en el extrarradio.

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