miércoles, 7 de marzo de 2012

Escalada

Aún me parece oirla asustada: "¡hijo, baja de ahí! ¡no subas tan alto en el columpio!". Es cierto que todas las madres lo decían, pero la mía más y mucho antes. No es raro que para mí la escalada haya sido un asunto de huérfanos locos, gente temeraria sin una madre juiciosa que les pusiera los pies en la tierra.

Un escalador me causa tanto estupor e irrealidad como un pianista virtuoso, lleva a cabo un acto mágico lleno de energía potencial, roza la incredulidad, el vértigo y el milagro, decidí que definitivamente aquello no era para mí. A veces nuestro miedo no es nuestro, sino heredado de gente querida. Me lancé a probar si mi madre tenía razón, no fue fácil dar el paso pero como siempre la amistad es un gran motor.

La escalada es levitación con truco, detrás se monta una tramoya de seguridad y preparación que casi hace del riesgo un juego. Con cuidado y excitación aprendimos las normas básicas, los nudos mágicos, la gestualidad de reptil, insecto y lemur. Después llegó el juego de disfraces que nos convertiría en seres casi alados: un arnés que nos abrazará cariñosamente si caemos y unos dolorosos pies de gato, zapatitos de geisha para bailar de puntillas sobre la pared.

Tras practicar en tierra como gaviotas inexpertas tocaba lanzarse al cielo. Paso a paso creé una coreografía extraña, una caligrafía críptica sobre la roca definiendo voluntad y habilidad, un trabajo de calceta con la pared que iba tejiendo absorto. En este trepar no había ni locura ni huida, la cuerda atada al arnés era el cordón umbilical que me daba seguridad y me recordaba que seguía conectado a la tierra mientras me elevaba. Todo bien hasta que siento el vacío debajo, de repente me veo colgado sólo con mis dedos y oigo la vieja orden de mi madre: "Baja de ahí!". Todo cambia de golpe, el juego ha acabado, me vuelvo un niño obediente y asustado, pero mi monitor, como un diablillo insiste que siga divirtiéndome. La orden del pasado es más fuerte y me rindo saltando al vacío.

Al llegar abajo llega el arrepentimiento, el suelo parece antinatural y siento ansiedad por volver a sentir la verticalidad pero tengo que esperar, es el turno de mi compañero, me toca vivir la asombrosa experiencia de asegurarle mientras baila con la roca, cuidar de él sin que se note, ir tirando de ese cordón umbilical para que suba al cielo. Su vida está en mi mano, y él ha de confiar como yo hice antes, un lazo que une extraordinariamente. Por fin vuelvo a la pared y en el segundo intento el aplomo que me da confiar en el material y en mí mismo me permite subir hasta llegar al techo con una carcajada que se oye en todo el pabellón.

Lo siento madre, sé que lo hacías por mi bien pero esta vez no tenías razón.

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