sábado, 17 de julio de 2010

Mundial de Fútbol II 2010

11 julio

Fin de semana extraño, entre el agravio de una comunidad (la catalana) y la pasión de otra (la española). No hay fronteras simples, muchos compartieron los dos sentimientos, pocos fuimos ajenos a ambos. Los balcones reflejaron esa extraña dualidad, en silencio, sin insultos ni amenazas. Sentimientos callados a los que otros manipulan el volumen.


Me gusta pasear por la ciudad detenida en medio de un gran partido de fútbol. Pocas veces se siente de un modo inofensivo tensión y soledad de guerra. El placer y la sorpresa de oír las exclamaciones al unísono, sonido envolvente, unión de vida y arte, la performance artística perfecta. Coro de ruidos emocionales, como un corazón que late disperso en cada casa. No toda la ciudad vibraba, las zonas hoteleras y de negocios eran un lugar muerto. Unos recibían con tibieza el entusiasmo de “la roja”. Otros eran una sartén chisporroteando inquieta por las ventanas. Los bares desbordaban la gente en la calle, todos atentos a la pantalla, estatuas del tiempo detenido.

El momento orgásmico colectivo me pilló en la Rambla del Raval. Quedé reducido a una antena que recibía la pasión de cientos, miles, millones de personas a mi alrededor. Por fín fluía la alegría contenida, la calle floreció de ilusión y de una alegría irracional, pero tan integradora que emocionaba. La bandera española pintada en pieles oscuras, los tambores magrebís enviando energía y apoyo a la selección.

Ha ganado España. Lo peor viene ahora, hordas alcoholizadas de victoria, con pretendido derecho a botín ideológico. Banderas y consignas celosas que quieren borrar otras. La exclusividad de la victoria, de la patria, de la tribu. Nuestro sistema falla desde su propio origen competitivo y no inclusivo. Me refugio en casa, oigo cláxones, voces roncas arrancando “viva España” y “yo soy español”. Siempre pregunto qué significa ser español, sin respuesta. Afortunadamente el de hoy es un nacionalismo sin armas.


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