miércoles, 24 de octubre de 2012

Castaños de Sadernes (Olot)



En otoño busco hayas por el espectáculo cambiante y gratuito antes de la desnudez del invierno. Fui a la Garrotxa para verlas y de paso llegar a la cima del Bassegoda. El camino me llevó a un castañar, y ahí se detuvo mi excursión.

Las hayas se vanaglorian de un carácter altivo y disciplinado, de un rigor matemático, su bosque es un ejército de supervivientes que se apodera del terreno y de la luz, creando una atmósfera de penumbra acuosa y una tupida alfombra rojiza en el suelo. Allí dentro ellas marcan las reglas y el paseante es un invitado que debe guardar la etiqueta, su robustez rechaza la cercanía.

Sin embargo los castaños tienen un porte más familiar y doméstico, su bosque es menos tortuoso y cerrado, sus hojas y ramas tienen cierta languidez tropical y dejan pasar la luz con generosidad. Por el suelo, como si fuera un bautizo, el castaño desparrama sus frutos envueltos en erizos que se abren como flores para dejar salir las orondas castañas. Esos erizos fueron un objeto de diseño fascinante con el que imaginar.

Ni las hayas ni las cumbres tenían ya importancia, estaba ensimismado con ese bosque. Al permanecer allí en silencio aparecieron nuevas calidades: los golpeteos de los animales sobre los árboles, el murmullo de las hojas rozándose, la llegada de una racha de viento, el súbito crujido e impacto de una castaña cayendo al suelo, el cambio sutil de las luces y sombras.

Una experiencia mucho más profunda que el constante caminar. A veces parar no es tan malo, los objetivos como el Bassegoda siempre estarán ahí, el tiempo no.

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