sábado, 27 de marzo de 2010

Valencia en Fallas: Fuego, camina conmigo

De lejos las Fallas son unas fiestas estruendosas y algo kitsch, pero si nos dejamos engullir por su sensualidad oriental, acaba por zarandearnos y derrotarnos. La fachada de brillos estilo Disney esconde una experiencia atávica de sentimientos callados.

“Diviértete y hazte amigo del fuego”. Este fue el consejo de mi oráculo antes de ir a las Fallas. Y no hay otra opción, los petardos son ubicuos, una ciudad en guerra que acaba siendo aceptada con la misma naturalidad de los valencianos. La calle desborda hedonismo mal disimulado, intensidad picante del calor diurno y del frío nocturno, del olor a flores y a pólvora, del roce sensual de la seda colorista, de un laberinto urbano plagado de gente y esculturas, de comida y fruta desmedida, de bandas de música, amigos y familias.

La violencia e inutilidad del estruendo sobrecogedor de las mascletás apabulla e ilumina, aísla y une. Una mascletá es tan dolorosamente emocionante, sutil e inexplicable como una partita de Bach o el olor de algún vino memorable. Su experiencia debe agarrarse al vuelo. En un mundo hipócritamente civilizado, pragmático y racional, acciones como las fallas son necesarias.

Los autores de este frenesí de ruido, fuego y seda apenas se muestran expresivos, los valencianos mantienen un estatismo gestual que no encaja con el exceso que provocan. Ellos parecen reaccionar con satisfacción, pero también con sorprendente estatismo y calma, digna de sacerdotes ceremoniosos y autocontrolados.

Valencia en Fallas me quitó la capa del invierno, llenó mis ojos de fuego y saturó mis sentidos con un concentrado de verano.

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