El conjunto evoca un desastre natural o una ruina arqueológica, con esa sensación de caos entre tanto escombro gigante, incluso parece víctima de un maleficio, de un encantamiento que descolocó toda la montaña desparramándola de un manotazo como piezas de un juego infantil.
Al entrar en todo ese desorden geológico el
espacio se vuelve más lúdico y te anima a perderte por entre las rocas, a tocar
y trepar esa piedra arisca, a celebrar los árboles que se atrevieron a crecer
por entre tanta piedra colosal. Y me habría perdido sin mi anfitrión, espartano y cercano a su manera, impecable en su apasionado conocimiento del terreno.
El día brumoso y fantasmagórico era el
envoltorio adecuado para su dramatismo y desasosiego, esa niebla no nos dio
buenas panorámicas, pero gracias a ella las rocas ganaron en misterio, los
rebecos no sintieron el impulso de huir y al subir al Yelmo el sol de invierno fue un regalo
añadido.
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