Siempre bailaba su incomprensión en soledad, su cuerpo era el único sacrificado. Era arriesgado expandir tanta
complejidad y extravío a otras dos bailaoras, verle desdoblado, compartir
su autismo extraño, seducirlas con taconeo de tren hacia el abismo, retorcer
sus cuerpos, gritar con ellos, electrocutarlos. El flamenco no
es el fin, sino el mejor medio de que dispone para hablarnos de lo innombrable.
Convirtió el escenario en taller, una sala de
ensayos llena de perplejidad, un vientre abierto al público por donde Israel
paseaba o se escondía, siempre atento, siempre bien acompañado por bailaoras,
músicos, cantaores, palmeros y Pedro G. Romero, capa sobre capa, notas
fractales a pie de página. Una vez no fue suficiente, demasiada emoción
incomprensible. La segunda me dejó tiempo para lo superfluo, para desmigar y
entender.
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