Etiopía me enfrentó sutilmente a la idea de África y
hurgó en la frontera de los prejuicios. No esperaba encontrar castillos en
un país negro, esos palacios como cadáveres de ballenas varadas en las lomas arboladas de Gondar, sin saber muy bien cómo llegaron aquí.
Debre Mariam me decepcionó al principio, con esa pinta de establo descuidado. Al entrar entendí por qué es
la iglesia más bonita de Góndar. Las pinturas cubren todas sus paredes sin agobiar, más bien arropan al fiel, tanto estética como emocionalmente. Sus
dibujos son simples pero llenos de sentido, tan cercanos que parecen hablar de nosotros,
y a la vez tienen una religiosidad ruda, básica y directa. Al salir sentí
la iglesia de otro modo, esa áspera sobriedad de piedra y cañas tenían un
sentido espiritual y una humilde coherencia que las iglesias europeas
desconocen, la fortaleza de la austeridad y de la conexión con el entorno.
El domingo me levanté
pronto para asistir a la liturgia etíope. No fue difícil desperezarse, a las seis de la mañana la ciudad vibraba con los trinos de los pájaros, los cánticos de las iglesias y la
luz brumosa del amanecer. Los fieles, cubiertos con un largo velo blanco,
ocupaban los alrededores de la iglesia hasta sus muros y rezaban en soledad. Todo quedó detenido durante las dos horas de la misa. La religión parecía ser un pilar básico en su vida, y esa gravedad se
transmitía al ambiente, contagiándolo todo de trascendencia detenida. Dos horas
después la vida terrenal agitaría de nuevo la ciudad y un mercado maravilloso
se desparramaría por ella, todo
volvería a ser ruidoso y carnal.
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