Me siento como en casa. Al tercer día ya me saludan por la calle y en la
panadería saben lo que pediré. Apenas hay museos y monumentos, así que es fácil dejarse llevar por la gente en las avenidas sin rumbo fijo. No pude visitar su iglesia porque estaba rodeada de fieles enveladas en una
permanente ceremonia. Todos los días paseé por su magnético lago, entre pobres que se lavan por la mañana, al atardecer por las frescas terrazas de la clase acomodada, y siempre embobado por los pájaros, un espectáculo infravalorado.
Bahar
Dar tiene una doble personalidad que pasa desapercibida al principio. En las
calles principales reina lo urbano, asfaltadas, bien iluminadas y con edificios
occidentales, pero detrás de este decorado pervive un corazón campestre, se abren callejones donde resiste lo rural, el suelo
es de tierra, las casas son de adobe y los animales pastan a sus
puertas. En estas islas rurales todavía late el recuerdo del
pasado de la ciudad, y me gusta que ambas convivan, que aún siga una dentro de la otra, en lugar de ser relegada al extrarradio.
El mercado es uno de los mayores del país, aquí vienen mujeres de los pueblos cercanos, vestidas con trajes locales, siempre en grupos, siempre desconfiando de la gran ciudad. Aquí me perdí entre
verduras, especias, gallos y guindillas, conversé con mujeres tatuadas, estafadores poco convencidos y macarrillas locales, reí con ellos y me dejé invitar a probar sus
productos, frutas para todos los males, hierbas fragantes y
bebidas innombrables. Echaré de menos esta ciudad.
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