A una hora de bus por un camino polvoriento están las pretendidas fuentes del Nilo, un mito que ha perdido su antigua grandiosidad por pragmatismo: una central eléctrica se apropia del agua y deja sólo el 10% para una catarata exigua pero aún vistosa. De todos modos el camino hasta ella es sólo una excusa para conocer el mundo rural y sus mercados.
Normalmente evito los guías, pero ese chaval de 13 años era interesante por sí mismo, simpático, dinámico y con voluntad y poder de convicción, quiere llegar muy alto, a presidente del gobierno me dice. Estoy seguro que ya gana más que su padre campesino. No lo necesitaba para llegar a las fuentes del Nilo, pero sí para desmenuzar la realidad paralela al decorado turístico. Él me guió en el mercado de su pueblo, y aprendí a reconocer los cereales y los productos locales como el minúsculo teff, la sorprendente miel, la cerveza de mijo ahumada o la mantequilla intensamente animal, todo tan cerca aún de la naturaleza que sus olores y sabores eran casi sexuales.
Como
recuerdo local me llevé puestas un par de pulgas a las que alimentaré durante
el resto del viaje. Más de 50 molestas picaduras que recuerdo como lo peor de
mi viaje.
Las pulgas, Pedro! También el peor recuerdo de mi viaje. Ni enjabonándose tres veces se iban.
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