Parece un polvoriento decorado para
un western a 3.000 metros de altitud, apenas abastecido y poco acogedor donde el turista es siempre
forastero porque no pasará más de una noche aquí. El único aliciente es
organizar la clásica travesía por el Parque de las Montañas Simien.
No
había visto tanto dinero en Etiopía como en la Oficina del Parque. Me pregunto
dónde irán tantos fajos de billetes y si esta población abandonada recibirá
algo. Todos miran al turista como si fuera oro blanco, desde los niños de la
calle hasta los representantes de las agencias de viajes. Todos te siguen y te ofrecen
algo, todos saben que eres rico y que tienes un oculto complejo de culpa por su
pobreza.
Los
coches climatizados pasan impúdicos levantando polvo mientras en las cunetas
los niños saludan esperando las migajas. Nosotros vamos a pie, con tiempo de
estrecharles la mano y devolverles la sonrisa. Una vez se me ocurrió darles una galleta, acabaron peleándose por ella. No sé si lo hacían por hambre o por curiosidad, pero acabé
entregándoselas todas.
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