Las antiguas postales de los exploradores suelen marcar mis
expectativas sin pensar que el futuro a veces se nos adelanta con
su rastro de plásticos y teléfonos móviles. Harar no era lo que imaginé y a la
vez fue un cúmulo de déjà-vus (Zanzíbar, Ghardaia, Chaouen). A pesar de todo, el
mito sigue recostado en esta ciudad amurallada.
Las calles son un laberinto fractal con paredes que reflejan mágicamente la luz, vibrando de repente como caminos desérticos, a veces como valles
acuáticos o incluso como relámpagos deslumbrantes. Allí los puestos de
verduras se expanden por el suelo, las mujeres se deslizan
discretas y los niños huyen de la privacidad de sus casas.
Tan cerca de Somalia y del Mar Rojo, el carácter debía ser diferente.
La gente parece más viva, pero también más distante, es más difícil entrar en
intimidad, el extranjero está cosificado y los niños acaban siendo más
agresivos hacia él, gritándole cansinamente “faranji” y hurgando en sus cosas sin respeto.
El qat (léase “chat”)
es la reina indiscutible de Harar, esta hoja ligeramente psicotrópica está muy presente en la vida de la ciudad, moviendo personas y negocios. Su consumo es
una ceremonia social, más por sus efectos que por su sabor vegetal con un punto tánico y astringente. Lo
que más me gustó del qat fueron sus vendedoras nocturnas, luciérnagas iluminando
sus productos a cualquier hora para el adicto comprador.