viernes, 10 de febrero de 2012

El Prado: Hermitage

No creí a quienes me dijeron que era una exposición decepcionante y corrí a vivirlo en carne propia. De entre las grandes figuras aparecía el hipnótico titilar de un Greco o la impostura inocente de Malévich. Todo sin grandes sobresaltos.

A mitad de exposición me esperaba de improviso un viejo y querido conocido. Me saludó de lejos, cabizbajo y familiar, un complejo Rembrandt relucía en su propia oscuridad. Pero aún había más, a su izquierda estaba otro cuadro suyo pintado 30 años antes. Ese denso rincón me mantuvo imantado la mayor parte del cuerpo.

Con el "Retrato de un estudioso" el joven Rembrandt exhibió vehemente sus habilidades en el momento en que empezó a tener reconocimiento y se mudó a Amsterdam. "Caída de Haman" lo pintó en 1660, cuando el anciano maestro estaba a punto de hundirse en bancarrota. Apenas tres metros entre un cuadro y otro comprimían toda su experiencia vital, del fulgor precoz a la caída sabia. En ese pequeño espacio también vi volar casi invisibles a sus parejas Saskia y Hendrickje, a sus hijas, todas muertas prematuras y todas llamadas Cornelias, a su hijo Titus, y también el camino del orgullo a la humildad. Ese rincón llenó toda la exposición y mis expectativas.

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