Llovía en esa plaza tranquila y tan francesa
en medio de Madrid. A través de un portal grave y oscuro accedí a un mundo de
luz, arenoso y marino, de cavidades, remolinos y aletas: Miquel Barceló
presenta migajas de su obra nueva, garabatos y hendiduras en manteles blancos,
incisiones en la masa untuosa, juegos y danzas hiriendo la superficie. Un pequeño templo inesperado.
Y muy cerca de él, a cinco minutos de lluvia,
un Durero minucioso de líneas negras me recordó el camino (des)andado.
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