Esta exposición de la Casa Encendida me pareció insulsa al entrar, pero sus texturas se me fueron enmarañando en los ojos, algo querían decirme y no sabía qué. Empecé a moverme errático de un dibujo a otro, escuchando nervioso, como poseído,
exacerbando a la vigilante que no conocía mis intenciones. Ni yo mismo las sabía.
El dibujo es un sismógrafo que delata las
sacudidas internas del dibujante. Quien dibuja, a pesar de mantener una postura
exterior estática y ausente, está en plena turbulencia, canalizando hacia su
mano todas las energías que se apelotonan en su interior, intentando ordenarlas en
sus trazos.
El lápiz se mueve, a
veces por los temblores destilados de las vísceras (corazón, hígado,
criadillas, ovarios, sesos), otras el impulso lo da un convencimiento difuso o un conjunto de
líneas y brillos exteriores, en ocasiones incluso es el tiempo el que toma el control. Algunos piensan que realmente es el lápiz quien se expresa, dejando el rastro
negro de su alma sobre el lecho del papel.
No sé desde dónde dibuja Oehlen, pero sus
dibujos fueron un detonante. Esos garabatos infantiles llenos de texturas me
urgían a agarrar de nuevo el pincel, porque el embalse está rebosando dentro, y
me queda menos tiempo del que imagino.
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