Hay gente que teje su trabajo poquito a poco, imbuidos en lo cotidiano sin tener conciencia de hacer una gran obra. Intuyen que son buenos pero el presente pesa más que la visión de conjunto, el trabajo les llama sin tiempo para pensar en podios y laureles. Años después el trabajo abruma por sí mismo, y ya da igual el reconocimiento, porque esa obra ha crecido frondosa y ya no necesita abono ni certificaciones. Pienso en muchas madres, en algunos artesanos y en Virxilio Vieitez.
Las fotos de este fotógrafo gallego se sentían
incómodas en las lujosas salas de Telefónica Madrid, fuera de la intimidad del hogar, lejos del apego de sus familias. A pesar de cierta sensación impúdica, muchos visitantes nos
contagiamos del candor de sus imágenes y del recuerdo compartido de ese enorme
álbum familiar. Me sobrecogieron aquellas personas retratadas, humildes o
ambiciosas, llenas de sueños y vida por vivir o de frustraciones y de vida
sufrida.
Era fácil caer en lo cómico de sus peinados o
de sus forzadas posturas, pero las burlas que oí parecían más bien escudos para
protegerse de un pasado que estaba demasiado próximo. Otros se acercaban
con el bisturí afilado del análisis sin percatarse de que la fuerza emocional de esas fotos era
tan grande que esa autoridad intelectual resultaba frívola y anecdótica. Me dio pena
irme y dejarles allí desangelados, congelados en ese pasado que casi habíamos
olvidado, rodeados de tanto progreso.