El momento que llevaba tiempo esperando me pilló desprevenido. Fue en la calle, ante un grupo escaso de personas y bajo un sol lechoso. Rocío homenajeaba a Carmen Amaya muy cerca de donde ésta nació, en el Somorrostro.
Rocío fue sobria como acostumbra, manteniendo esa extraña disciplina. Sin abandonar su severidad la duda empezó a colarse por su corazón, dulcificando progresivamente su cuerpo hasta ramificarse hacia nosotros. Su cara se aferraba a la austeridad, pero era evidente que desde el principio ella había decidido poner sus zapatos y el corazón que yo creí helado en el fuego junto a las sardinas de Carmen.
Quizás necesitaba exponerse lejos de terciopelos y laureles, sin muchos testigos, quizás se permitió excepcionalmente ser cercana a su manera. Sea como sea, por primera vez Rocío me dejó casi sin respiración.
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