Hoy
no era la misma, su cuerpo austero y discreto no podía esconder la
emoción, esta vez dejó de ser ese pistolero impasible y socarrón para dejarse poblar por
la madreselva de la fragilidad que la habita. Y aunque estaba bien arropada
dentro y fuera del escenario, parecía desamparada, quizás por el luto a esos
muertos o quizás porque se había desnudado más de la cuenta esta vez.
Aunque
el espacio era extraño ella nos acercó al hogar junto a las abuelas que relatan con la toquilla su poso de dolor, belleza y sabiduría. Su cante fue íntimo y
nostálgico, un bordado sutil y primoroso en el ajuar del pasado. Esta vez su
firme observancia de la tradición flamenca se dulcificó y brotaron más yemas de
ternura y emoción que de rigor. Bulerías contradictoriamente tristes, fandangos
ceñidos como colinas pardas y herbosas, guajira como brisa fresca de tormenta.
Esta
vez quise compartir tanta belleza y fui acompañado, reconocí en mi amiga la epifanía
sorprendida de escuchar a Mayte por primera vez. A mí siempre me parece la primera
vez, y me sorprende de nuevo la complejidad de su voz, fuerte y delicada,
evasiva y permanente, sobria y florida, leve y grave, un oxímoron sólo
comprensible desde las vísceras.
Acabamos
agotados tras tanta intensidad, y aún así hubo bises. El concierto
acabó mordiéndose la cola, como esas pescadillas de Motril de carne blanquísima
que cocinaba mi abuela. Mayte terminó vencedora y a la vez rendida, pero mucho
menos desamparada entre una hoguera de corazones también rendidos.