En otoño busco hayas por el espectáculo cambiante
y gratuito antes de la desnudez del invierno. Fui a la Garrotxa para
verlas y de paso llegar a la cima del Bassegoda. El camino me llevó a un
castañar, y ahí se detuvo mi excursión.
Las hayas se vanaglorian de un carácter altivo
y disciplinado, de un rigor matemático, su bosque es un ejército de
supervivientes que se apodera del terreno y de la luz, creando una atmósfera de penumbra acuosa y una tupida alfombra rojiza en el suelo. Allí dentro ellas marcan las
reglas y el paseante es un invitado que debe guardar la etiqueta, su robustez
rechaza la cercanía.
Sin embargo los castaños tienen un porte más
familiar y doméstico, su bosque es menos tortuoso y cerrado, sus hojas y ramas
tienen cierta languidez tropical y dejan pasar la luz con generosidad. Por el
suelo, como si fuera un bautizo, el castaño desparrama sus frutos envueltos en
erizos que se abren como flores para dejar salir las orondas castañas. Esos erizos fueron un
objeto de diseño fascinante con el que imaginar.
Ni las hayas ni las cumbres tenían ya
importancia, estaba ensimismado con ese bosque. Al permanecer allí en silencio aparecieron nuevas
calidades: los golpeteos de los animales sobre los
árboles, el murmullo de las hojas rozándose, la llegada de una racha de viento,
el súbito crujido e impacto de una castaña cayendo al suelo, el cambio sutil de
las luces y sombras.
Una experiencia mucho más profunda que el
constante caminar. A veces parar no es tan malo, los objetivos como el
Bassegoda siempre estarán ahí, el tiempo no.