La huella colonial es el reclamo turístico de estas dos ciudades, una de aire andaluz y manchego, la otra afrancesada. Todo está cuidado para que el turista no acabe defraudado, hasta el punto que el ambiente parece de cartón-piedra.
Apenas hubo tiempo para craquelar ese
decorado y entrar en la verdadera vida que se mueve por ella, escudriñar en
colmados, escuelas o dispensarios. Las noches siguieron vibrando con una música
que cada vez parecía más nueva. Aquí no fue el son lo que me sorprendió sino
la rumba africana, densa y casi iniciática, de una sobriedad trascendental.
Bajo su complejidad intuí la influencia de África en el flamenco, algo que
nunca llegaba a creerme.
Una noche coincidimos con la actuación
de un circo. Nunca me ha gustado, pero la curiosidad por ver el ambiente local
era más fuerte. Sin quererlo, rodeados de aplausos y caras fascinadas, recuperamos
la ilusión y la fe en la magia, tan infantil y tan necesaria siempre. Volver al
lado humano del espectáculo, al cuerpo como origen de enigmas y milagros,
sorprenderse con el esfuerzo y el trabajo en equipo, admirar los límites de lo
posible, de la elasticidad, la fuerza, la imaginación o la coordinación.
Hollywood y sus efectos especiales se
desinflan frente a un entretenimiento tan humano y retador, porque de algún
modo la superficial tecnología nos aleja de nosotros y de los demás, se impone desde una pantalla sin mirar a los ojos. Este circo fue un ejemplo de
sencillez e ingenio vestido de lentejuelas. Quizás Cuba tenga más cosas que
enseñarnos de las que pensamos.
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