Nadie permanece impasible ante ella. La
Habana condensa el enigma cubano, su fulgor y decadencia, la tensión histórica y el peso del presente. Si no fuera por la
contaminación, los precios y el agobio de la jinetería el viajero probablemente no saldría de aquí.
Toda la ciudad es un monumento que se
desmiga en edificios irregulares. Mis favoritos son los que no disimulan sus
arrugas. El castillo de naipes de la Habana Vieja y Centro esconden una colmena
de escaleras, patios y dobles techos en el que vive una población atrapada, y la
calle acaba siendo el salón del barrio, sobre todo a la hora de la fresca. El
Vedado es una continua sorpresa, conviven edificios sublimes, ruinas
enmohecidas y mansiones tomadas por la vegetación y ropa tendida.
No visitamos los lugares míticos de la
revolución, sino la herencia colonial. La catedral, lechosa y marina es tan
coqueta de día como de noche cuando en su plaza los músicos ronronean para los
turistas. El museo de Bellas Artes fue una perla inesperada, la parte moderna
muestra la sorprendente producción contemporánea, y su colección antigua refleja
el poder y contradicción de la burguesía criolla del siglo XIX, desligándose de la
metrópoli pero aún arraigada a ella. La anacrónica, casi surrealista presencia
de estas antigüedades europeas aquí no niegan Cuba, sino que reafirma aún más
el carácter cubano.
Un placer extra en los museos cubanos
son las vigilantes, numerosísimas y casi siempre mujeres, una en cada sala,
ociosas o curiosas, limándose las uñas, mirando el móvil o cuidando de sus
hijos, siempre dispuestas a conversar. Entre cuadro y cuadro me dedicaba a
observarlas ensimismadas, a estudiar sus estrategias con los visitantes, a
fotografiar a sus espaldas o a charlar con ellas.
El mayor corte de luz de los últimos
50 años nos pilló en La Habana, y si al principio pareció amenazante, acabó siendo una ocasión única para pasear por las calles
a oscuras manchadas de sombras fantasmagóricas, ver los
hogares a la luz de las velas y todos sus ciudadanos en la calle, divertidos y expectantes.
No vivimos la mítica noche de La
Habana, quizás por ser tan vanidosa. Nos bastó con disfrutar de la buena comida
y pasear por sus calles o por el desvencijado malecón. Los nuevos locales nocturnos crecen
a la sombra del peso convertible y del culto a lo material con el modelo norteamericano como referencia. Siempre en las grandes ciudades la desigualdad es
menos pudorosa y se pavonea impune.
La doble economía había marcado con
tinta invisible todo nuestro viaje, y en los últimos días aprendimos distinguir
la savia de ambas venas: el lujo del peso convertible y la común supervivencia
asegurada del peso cubano. El primero proporciona lo inalcanzable, representa
el exterior, la calidad, el confort. El otro es la dignidad infravalorada de la
supervivencia, el humilde hilo que apenas mantiene el día a día.
Esta doble realidad es
el reflejo de la esquizofrenia económica y social de Cuba, el quiero y no
puedo, la tensión entre teoría y realidad. Nadie supuso que la revolución
llegaría tan lejos y nadie sabe qué ocurrirá en el futuro. Pero les deseo lo
mejor.