Tenía ganas de bailar un sábado noche. Contra todo pronóstico pasé el filtro de la puerta, tras un duelo de miradas el gorila me saludó y me abrió paso hacia la taquilla. La última vez que fui a una discoteca no había crisis, el único cambio que noté fue la ausencia de humo, el resto seguía igual, los mismos vasos balanceándose, las mismas miradas de desdén o ansiedad disimulados. Estrategias para una noche, audacia depredadora, resignación altiva.
Las discotecas les deben mucho a la psicodelia y a la búsqueda de nuevas realidades: se intenta saturar al cuerpo con sonido, luz, bebida y tacto. No hay calma, ni tranquilidad ni reposo. Sin saberlo se activan chakras a ritmo de cadera, se fomenta el abandono a las vibraciones, la pérdida de controles. Una lástima que no se aproveche tanta energía para reconducirla.
Nunca aguanto hasta más allá de las 3 pero esta vez seguí bailando y pude ser testigo del espectáculo del que todos me habían hablado: alrededor de las 5 de la mañana todo se transformó, empezaron a crecer matas de sabana en la pista, los brillos de los ojos se hicieron más turbios, las uñas se afilaban, los dientes empezaron a crecer, los cuellos se preparaban para ser mordidos, el baile de feromonas aumentaba. Los grandes cazadores se lanzaban a por las presas más codiciadas e iban bajando el escalafón de sus gustos conforme fracasaban. Era la hora en la que los perrillos de las praderas dejamos este espacio de irrealidad para refugiarnos en las madrigueras y nos quedamos sin saber cómo acaba el cuento, si esa irrealidad continuará al día siguente.
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