Una ciudad en fiestas se deforma hasta la autocaricatura, resultado de reafirmarse testarudamente hasta la madrugada durante varios días. Una ocasión perfecta para intentar entender cómo se perciben a sí mismos los locales.
Sin pretenderlo me encontré un Bilbao bullicioso dentro de su sobriedad, cercano pero sin pasarse, exquisitamente gastronómico y etílico, siempre determinado y lloviznero, todos sin paraguas, y yo fuera de lugar por necesitarlo. De todas las manifestaciones locales me quedo sin dudar con la txalaparta, seria y frenética, capaz de competir en emoción con un stradivarius.
El Guggenheim sigue teniendo una capacidad ilimitada de protagonismo. Su titanio da el color justo a la ciudad, y sus formas, ya asimiladas en los ciudadanos, fluyen sin sorpresa por la ría. El atrio me devuelve a una infancia en la que estaba permitido mirar bajo las faldas de las mujeres.
Emoción extraña pasear entre las esculturas de Serra, sensualidad sobria y capacidad de extraviarnos dentro de nosotros. Las exposiciones temporales están entre la tradición y la modernidad, entre el marco de volutas y las chinchetas, sin llegar a decidirse.